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LA CONCIENCIA
En silencio, el hombre reflexiona y escarba en su interioridad y ve cuan maravilloso es el proceso por el que aflora a nuestra mente una palabra, un número, un nombre, una frase que teníamos almacenada en nuestra memoria y que al ser evocada surge, aparece, “se recuerda”… Y las relaciones lógicas entre premisas, los procesos de deducción e inducción, la posibilidad de síntesis y el largo camino y la definitiva resolución que conforma una decisión, y el hablar, esa maravillosa comunicación entre seres pensantes…
Además, y también en el silencio de nuestra interioridad descubrimos un sutil susurro que provoca un diálogo en nuestra mente, en nuestros sentimientos, en nuestra voluntad. Es otra maravilla. El hombre, nacido a imagen y semejanza de Dios, posee un principio vital, un alma, creada directamente por Dios, única y de naturaleza espiritual. Este espíritu, que forma con el cuerpo una persona, puede dialogar libremente con el Espíritu de Dios que, por voluntad de Dios, está en todo ser humano. El diálogo entre la voz de Dios y la respuesta humana es lo que llamamos conciencia.
La encíclica “Dominus et vivificantem” de Juan Pablo II dice: “El hombre en su humanidad recibe como don una especial “imagen y semejanza” de Dios. Esto significa, no sólo racionalidad y libertad como propiedades constitutivas de la naturaleza humana, sino además, desde el principio, capacidad de una relación personal con Dios”.”El don del Espíritu significa una llamada de amistad (párrafo 34) y en el párrafo 36 “El Espíritu Santo es para el hombre la luz de la conciencia”
La libre respuesta del hombre a toda propuesta divina siempre estará de acuerdo con nuestros conocimientos y con nuestros sentimientos. La familia, la cultura, los dotes, los valores de la sociedad en los que estamos inmersos, van formando los criterios de cada persona y esos criterios son fundamentales para hacer posible el diálogo en la interioridad de nuestra conciencia. La conciencia, el diálogo entre el destello de Dios y nuestro espíritu, se desarrolla desde la infancia y con los años, nuestras facultades memoria, entendimiento y voluntad, pueden ser más o menos receptoras del Espíritu de Dios, y las respuestas, siempre libres, pueden ser más o menos enriquecedoras. El hombre, a través de su vida, incrementa o sofoca su capacidad de escucha y de respuesta. La familia, la sociedad, son también responsables de ayudar o no a cada ser humano en su maduración espiritual. Todos escuchemos el Espíritu de Dios que habla en nuestra conciencia y ayudemos a los que nos rodean. Si se valora más el diálogo personal de la conciencia, la sociedad irá mejor, y habrá más felicidad.
Mayo 2009
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